lunes, 29 de octubre de 2012

Sam


“Quien a hierro mata, a hierro muere”
Entre toda la oscuridad que rodeaba ese momento, hay un instante que grabé a fuego. Y fue la expresión de Gabriel cuando pronuncié su nombre. Cerró un poco los ojos y sonrió, como si estuviera calmado, tranquilo, extasiado. Me abrazó fuerte y me besó. Y no supo a sexo. No supo a algo pasajero y esencialmente hormonal. Tenía el sabor de algo profundo, como si todos nuestros años juntos cobraran vida en aquel roce de labios.
Aunque corrí, aunque quise escapar de mis actos, sabía que un día tendría que volver sobre mis pasos y enfrentarme. Luchar para que no se perdiera lo que había costado tanto construir.
¿Qué mejor día que hoy?
Me levanté temprano y fui esta mañana al piso e Gabriel.  No suelo mirarme al espejo, pero esta mañana sí que me miré, y sonreí. Subí las escaleritas del portal y saludé al portero.
Las piernas me temblaban un poco, pero iba segura de mí misma. Al girar la esquina de su calle me encontré una manifestación. Leí unos cuantos carteles. Eran los fruteros que se quejaban del poco dinero que les daban.
La semana pasada hubo una de los bomberos, los taxistas y los policías.  También los estudiantes no paran de organizar huelgas. Y los entiendo. ¿Qué futuro tenemos?
Si no luchamos ahora, ¿cuándo lucharemos? Nadie nos escucha. Las tasas suben y los salarios bajan. En mi carrera uno de cada tres que salen no encuentra trabajo. Un tercio… Es un gran número. Los que salen se conforman con un sueldo bajo y un trabajo que, como dice mi profesor, destroza familias.
Me encantaría que no tuviéramos que luchar contra el Gobierno. Que fuéramos todos una verdadera comunidad. Que un voto cada cuatro años no fuera “el poder del pueblo”.
No confiamos en los políticos, y estos, a su vez, no confían ni en otros políticos ni en el pueblo. No contamos con la transparencia de una buena relación, y corrupción es el apellido de todos los altos cargos de España. Pero el pueblo no se queda atrás. Juega a trabajar sin quitarse del paro, en el denominado juego de la economía sumergida, evade impuestos, se burla de la declaración de la renta y no inculca una educación buena a sus hijos, que terminan buscando en la televisión basura su salida de la pobreza. 
El caso es que ya estaba frente a la puerta del piso de Gabriel.
Sin poder tocar.
Sin poder respirar.
Sintiendo todo lo de esa noche. Sus manos en mis costillas, sus labios en mi pecho, en mi barriga, sus ojos en mis ojos.
Me di la vuelta y quise regresar a casa. Pero su puerta sonó. Miré el suelo y pude ver una sombra detrás de la puerta. Temblaba. El pomo temblaba. Volví sobre mis pasos y llamé. La puerta se abrió de golpe. Una chavalita salió corriendo. No me di cuenta de si lloraba o reía. Solo sé que me asusté.
Avancé por el pasillo hasta el salón. Estaba todo oscuro. No había nadie. Me dirigí hacia el dormitorio, pero la cama, aunque revuelta, estaba vacía. Fui a la cocina, al baño, al cuarto de invitados…y cuando me cansé me senté en el sofá. Delante tenía la batería, y en la pared había colgado un bajo amarillo chillón, con el revestimiento negro, y un rayo rosa fucsia. Tenía forma triangular, y estaba firmado por Adam Duce. No hacía falta acercarse para reconocer ese bajo. Era el de Lily. Lo cogí y comencé a tocar unas cuantas notas. Mis dedos estaban torpes. Fallaba muchas notas pero seguí tocando, poniendo cada dedo en el traste correspondiente, y ejerciendo presión a la misma vez que rapidez. No sé cuánto pude estar tocando, pero termine con los dedos entumecidos. Me levanté y puse música. The Cure. Me encantaba.  Bailé y canté en el salón de Gabriel, y sin saber muy por qué, me poseyó el ritmo de la locura.
De pronto sonó la batería. Me giré y Gabriel me hizo una señal para que continuara. LA siguiente canción era de Scorpions…Rock you like a Hurricane. Aunque solo sonaba la batería y el disco, pude notar esencia. Como tantas tardes que pasé escuchando sus ensayos, noté la magia de la música. Su poder por mis venas.
Gabriel no paraba de sudar, yo estaba empapada también, y seguía cantando y dando vueltas. No sabía cuántas canciones habían pasado. Cuantos cambios de tono había hecho, ni siquiera si en ese momento estaba entonando. Terminó la última canción y me desplomé en el suelo.
Gabriel se levantó, se estiró, cogió del mueble un paquete de tabaco y se salió a la terraza.
Claro, fui tonta, no había mirado en la terraza.  Le seguí y me fumé un cigarro con él. Hacía frío. El aire  chocaba contra las ventanas y volvía a nosotros. Gabriel miraba a la calle. Había una altura considerable desde su ático hasta el suelo.
Le abracé por la espalda despacio y suave, para que no se rebotara. Apoyé mi cara en su hombro, y esperé.
Pero no ocurrió nada.
O hablaba yo, o el silencio me engulliría.
-¿Cómo estás?
-Sudado. Como tú.
-Ah, ya veo. ¿Qué has hecho hoy?
-He estado reunido con una conocida. Hemos puesto en común diferentes temas que nos preocupaban, y tras una comida ligera nos hemos sentado en el sofá a deleitar buena música. Después la he arrastrado a mi cuarto y la he hecho mujer.
-No cambiarás nunca.
-Ni tú tampoco. No tienes ni idea de cómo continuar la conversación para llegar al punto indicado en el que puedas enganchar la conversación que has estado ensayando todo este rato. Que supongo tendrá que ver con lo que pasó la otra noche.
-Mm- sonreí y di unos pasos  tocando la barandilla de la terraza y mirando a lo lejos. Si. Había pensado una buena conversación con la que pedir perdón por salir corriendo, y en la que decirle que no quería perderle. –Lo de la otra noche…no me arrepiento. Pero no te quiero. Eres mi amigo, y ya está. Nunca podré sentir nada por ti, porque nunca tendrás la posibilidad de entrar en esa parte de mi corazón. Y mejor así.
-Sabía que ibas a ser fría,  pero, ¡joder! Me sorprendiste. Hasta hace dos días me tomaba casi dos botellas diarias de alcohol. Apestaba y sentía que me iba a morir. Es más, llegué a pensar que te amaba a ti como amé a Lily.
Me sobresalté y le miré. Nunca habría imaginado que él amaba a Lily. Más que nada porque su relación era como la suya y la mía. Éramos los tres inseparables. No. Él no había amado a Lily. Quizás sí que estaba obsesionado con ella, y quizás se culpara de su muerte. Pero él no había sacrificado nada por ella. Y no hay amor sin sacrificio.
-Tú no amabas a Lily.
-Lo sé. Me di cuenta de eso justo cuando se me cayó una de las botellas al suelo mientras dormía.  Me desperté y juraría que vi a Lily sacando el bajo de su caja y poniéndolo en la pared. Diciéndome “Basta ya. Levanta y dedícate a mejorar. Tú nunca me quisiste egoísta. Solo amas a la música, y así debe continuar”.
-¿Viste a Lily?-pregunté asustada.
-No. Pero la recuerdo como si esa noche hubiera estado aquí. Como si me hubiera despertado de mi letargo. Me sacó de una oscuridad que me había engullido.
Se quedó callado durante un momento y me miró a los ojos fijamente. Hoy no eran azules. Se camuflaban con las nubes grises del cielo, y con el malva del horizonte.
-Lo de la otra noche no fue nada. No siento nada por ti, porque no puedo sentirlo. Tengo mis dudas, a veces pienso que me enamoro, pero luego me doy cuenta de que es solo un espejismo. Esta es mi vida, ¿verdad? Yo soy así. Si muero algún día, que lo dudo ya que soy inmortal, será por vicios y desgaste corporal.

Volví a casa contenta. Cuando llegué Luz ya estaba dormida, y Conan estaba tumbado encima de sus piernas. El perro, que casi era más grande que ella, se había acomodado en una pequeña esquinita con tal de sentirse a su lado.
Esa noche soñé con Los Inconscientes, y con formar de nuevo un grupo. Gabriel, Luz y yo. Faltaba un buen guitarra, y un bajista también bueno. Volver a formar parte de la música, y fundirnos con ella, como la noche con la ciudad.

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